Se nos va 2018. Un año que me costará olvidar. Estresante donde los haya. Un año en el que he vuelto la mirada atrás. Un año que no echaré de menos, pero que siempre estará ahí.
El año pasado llegué a la cuarentena y me dije a mí mismo que lo de la crisis de los 40 no iba conmigo. Qué equivocado estaba. En mi caso, la única diferencia es que me ha sacudido con un año de retraso. A los 41. Supongo que me di cuenta el día que fui a la peluquería y le dije a la peluquera que me pasara la maquinilla. Que a diferencia de los pelados anteriores, no hacía falta que recurriera a su magia para disimularme la calva. Que ya estaba bien de hacer el ridículo ocultando las entradas con los mechones largos de otras zonas de la cabeza, que luego el viento se empeñaba en destapar. Que ya era hora de llevar la calvicie con dignidad. Que Turquía podía esperar.
Laboralmente, en cuanto a objetivos, 2018 ha sido un año magnífico. Pero demasiado cansino. Ya empezó con la confirmación de una amenaza en cierne que se fue convirtiendo en un yugo demasiado pesado hasta su materialización. Algo que me ha impedido disfrutar de los logros al tener siempre la mente puesta en el nuevo reto que nos toca afrontar.
Estresante en lo laboral, y en lo personal. Nada peor que meterse en obras en la casa. Los albañiles e Ikea han puesto a prueba mi salud y la de mi matrimonio. En unos meses las canas han proliferado y me han empezado a salir pelos por todas las partes del cuerpo que no quería. El día que tienes que recurrir a la pinza para quitarte el pelo que sobresale de tu nariz marca un antes y después en tu vida.
2018 ha sido también el del reencuentro con mi infancia en El Rinconcillo. He tenido que pasar una temporada allí y he revivido mi niñez sobre la arena de su playa asomado a la Bahía. He cogido un kayak y he surcado sus aguas desde La Concha hasta Palmones. En otoño. Disfrutando de la tranquilidad tras el ajetreo veraniego. Viendo el atardecer y tirando de nostalgia. En esos días en El Rinconcillo he vivido los mejores momentos del año, junto a mi hijo Felipe. Pudiendo rememorar con él momentos que viví con su edad. De aventura por las dunas, sus primeros paseos en bici con su madre y su pesca de la caballa.
Apuro los últimos días del año viendo desde la ventanilla de mi coche a los jóvenes, y no tan jóvenes, con los vaqueros ajustados de pitillo, tobillos al aire, calzando zapatillas deportivas, peinados a la última y con barbas a lo hipster. Y me veo a años luz de ellos. Escuchando Led Zeppelin en la radio. Y le doy vueltas a este 2018, el año que me hice viejo.
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